Toma tiempo entender y manejar esa profunda sensación de desarraigo que se siente cuando uno abandona su país y llega a otro muy diferente, especialmente cuando no hubo mucho tiempo para planificarlo o, como en algunos casos, no fue fruto de una decisión personal, sino consecuencia de ciertas circunstancias que obligaron a salir.
No es nada fácil aceptar que los vínculos con el entorno laboral, con la familia, las amistades y con todo aquello que le era a uno familiar se pierden en un abrir y cerrar de ojos. Porque, aunque uno no lo quiera, eso es lo que ocurre: se produce una especie de divorcio que es muy doloroso. Pero, en honor a la verdad y siendo totalmente honesta, en mi caso no ha sido tan traumático como pensé que lo sería.
Es cierto que el shock cultural existe, y para mí ha sido duro, especialmente por el idioma y porque hay que adaptarse a nuevas normas y códigos de conducta, a una realidad que es ajena y desconocida, y que uno no alcanza a entender. Pero cuando se tiene más de 60 años, la cosa cambia. Comenzando porque la parte material está cubierta, y eso da una libertad maravillosa. Se tiene lo necesario para llevar una vida decente y digna, y no la presión ni esa sensación de urgencia que se tiene cuando se es más joven y con hijos pequeños. Los míos ya son adultos y están haciendo su vida lejos.
Además, a lo largo de estas seis décadas he aprendido a mirar las cosas de otra forma y a sentirme en casa en cualquier lugar. La soledad no me asusta. La he experimentado. Me pasó en México y un poco más en Chile. Es una soledad que me ha dado la oportunidad de reflexionar y de conocerme más, y también de ser más crítica frente a lo que pasa en el mundo.
Ahora más que nunca sé que toda experiencia es enriquecedora y que depende de mí, y de la actitud que asuma, el superar las dificultades que con seguridad se van a presentar. La clave es estar abierta a los cambios y desarrollar la capacidad de adaptarse a un mundo cambiante.
Y hablando de cambios, en estos últimos dos años ha habido muchos: iniciar una nueva vida en Canadá, cruzando los dedos para que me otorguen la residencia permanente; el nacimiento de mi nieto en Guatemala y la cirugía que debieron hacerle siendo muy pequeñito; la celebración de los 10 años de matrimonio de mi hijo mayor y la noticia de que me hará abuela de nuevo. Pero el cambio más fuerte fue la muerte de mi madre y la profunda tristeza que dejó en mí su partida.
Sin embargo, aquí estoy, de una pieza, siempre optimista y con una sonrisa en los labios. Mi madre me enseñó eso: a no rendirme. Y eso recomiendo a quienes, como yo, están en una situación parecida. No hay que rendirse. Pero, sobre todo, hay que pensar en los demás e intentar ponerse en los zapatos de otros.
Cada historia es distinta, pero me atrevo a decir que compartimos el deseo de que nuestra vida tenga un propósito y toque la vida de alguien más, a través de la solidaridad y el compromiso. Pienso ahora mismo en Carmen, una guatemalteca que llegó a Canadá hace unos 20 años. Mujer trabajadora, indomable, con una voluntad de hierro. Ella ha tocado la vida de muchas personas a través de su ejemplo, de su vida, de sus platillos hechos con amor, con dedicación, con cuidado y excelencia. Cada vez que como uno de sus tamales, no solo me transporto a Guatemala, sino que pienso en las muchas mujeres que, como ella, han salido de sus países buscando oportunidades y han demostrado que es posible superar cualquier obstáculo. Vuelvo a sentir fe y esperanza.
Vivimos tiempos difíciles. Los países se están cerrando y están reconsiderando sus políticas migratorias. Canadá no es la excepción. Aun así, a diferencia de otros, sigue dando muestras de ser un país que respeta la dignidad de las personas y sus derechos, que es tolerante y solidario, y eso vale oro en la era de Trump.
Ana Cristina Castañeda Sánchez
Periodista y comunicadora










