Cucharitas de plata

“La apreciación desinteresada del reino de las cosas
hará que el mundo que te rodea cobre vida de un modo
que ni siquiera puedes comenzar a comprender con la mente.”

Hoy me propongo honrar el lugar de donde vengo y traer a la memoria la decisión heredada de emigrar como si la sangre recordara lo que el tiempo olvidó.

Mis abuelos, Ilse y Arnold, enfrentaron su propia fiebre de huir del hogar, una minúscula república báltica, tierra de arenques, vikingos y melodías. Estonia era un país apacible y sosegado hasta que, en 1939, la guerra tocó a su puerta. Para muchos, los rumores se volvían verdades entre la imaginación colectiva y los miedos personales, mientras otros espantaban cualquier especulación como si espantaran moscas. La densidad en el aire hacía difícil respirar el nefasto olor a guerra. La gente miraba sobre el hombro con los ojos entrecerrados, como venados que intuyen el acecho del depredador, sin poder ponerle nombre a la sospecha cada vez más clara y definida.

Ilse se aferraba a la radio sin querer oír las noticias. Arnold murmuraba armando escenarios. De un plumazo, Alemania y la Unión Soviética se repartieron a Europa como se reparten los chécheres de un divorcio, seguido de un ultimátum y una invasión intempestiva que arrasaría con todo.

Acostado en la muda oscuridad, Arnold miraba el techo. Hacía tanto tiempo que no la tocaba que Ilse temía tocarlo a él. No había palabras posibles cuando tu hogar desaparece y tu bandera es reemplazada por la de los invasores. Ilse supo que su marido no se quedaría tranquilo. Lo veía en las zancadas que daba por la casa como un tigre enjaulado.

Un mes después, el Parlamento proclamó a Estonia como la República Soviética Socialista de Estonia; su presidente fue arrestado y recluido en un hospital psiquiátrico hasta su muerte. La pequeña república quedó atrapada sin remedio en las fauces babosas del enemigo sin que su gente pudiese hacer otra cosa que seguir viviendo como pudieran. La angustia se les volvió cotidiana. El terror llegó a ser tan perverso que la gente se olvidó de sentirlo como la ausencia de dolor inicial tras una amputación violenta. Poco a poco se acostumbraron tanto a las mentiras y manipulaciones repetidas una y otra y otra vez, que terminaron aceptándolas mansamente. Luego vino lo peor: comenzaron las traiciones entre vecinos y familiares con tal de salvar el último pedazo de pellejo. Nadie estaba exento de ser perseguido y juzgado.

Ilse, que era de armas tomar y de orgullo perenne, se empecinó en mantener su mundo perfecto sin doblegarse. Aferrada a lo amado, quiso mantener su casa dejando fuera cualquier traza de caos. Su mirada dominaba todo con severidad, heredada de una férrea educación en el colegio alemán que le desarrolló un dedo inquisidor que repasaba los anaqueles en busca de polvo. Pero por esos días andaba algo distraída. La aprensión le hacía perder la rectitud de los manteles y las flores se secaban en sus vasos. Las cucharitas de plata caían en un cajón donde no pertenecían. Ahí también fueron a parar sus anillos de oro, los pasaportes y algunos pequeños tesoros. La cesta de ropa limpia siempre tenía un par de mudas de ropa que no llegarían a sus respectivas gavetas.

Llevaba semanas sin poder precisar las desapariciones de su marido. Se la pasaba mirando por la ventana en la soledad de las noches como un perrito ansioso que espera a su amo. Dormía en levedad y despertaba sobresaltada sin Arnold a su lado. ¿Sería otra mujer? Apretó las sábanas en puño para no llorar. Se enardecía de solo pensar que el amor de su vida pudiese engañarla, que todo el amor que habían vivido hubiese sido una mentira, que los dejara a ella y a su hijo en estos momentos en que la vida se volvía incierta e incomprensible. Jamás le justificaría que escapara de la realidad entre las piernas de una extraña. “¡Primero muerta yo…o muerto él!”, se juró a sí misma. Lo escrutaba, le medía las palabras y la mirada, olía su ropa en busca del vago aroma de alguna perra quita maridos, pero cuando lo veía llegar gris y con la mandíbula apretada, la chaqueta hedionda a sudor, odio y brega, sabía que era algo peor que una mujer metida entre los dos. Mucho peor.

Decidida a reconquistar al esposo extraviado o, por lo menos a quitarle del cuerpo eso que tanto le pesaba, se recompuso y almidonó el mantel de lino blanco, sacó los platos de porcelana, las copas de cristal, la platería incompleta. Enfrió el vino de contrabando, calentó la sopa de mondaduras de papas, tostó el pan de centeno algo seco, arregló un primoroso plato con filetes de arenque que encontró escondido en la alacena y aderezó la ensalada de debiluchas remolachas. Se puso su mejor y único vestido de domingo y se perfumó con cuidado. Cuando Arnold abrió la puerta y un silencio urgente le cruzó la cara.

―Recoge lo que puedas y vámonos ― se limitó a decir mirando por la ventana con cautela.

― ¿Por qué? ¿Qué pasó? ― respondió Ilse con dificultad para respirar.

Arnold la tomó por los hombros infundiéndole aplomo y repitió las instrucciones lentamente. Siendo soldado estonio convertido en guerrillero urbano, estaba condenado a aceptar el nuevo gobierno o morir. Las fuerzas guerrilleras a las que pertenecía terminaron por rendirse.

―Mataron a mamá y ahora vienen por mí ― dijo Arnold ahogado en su propia culpa.

Quería ahorrarle a Ilse el horror de saber que la habían interrogado sobre su paradero, pero ella no sabía nada sobre las actividades de su hijo. Sin juicio ni juez, la sentenciaron por cómplice de un traidor a la nueva revolución; la guindaron por los pies de un árbol en su granja hasta que la sangre se le empozó en la cabeza y el corazón dejó de latir.

Empujada por el instinto, Ilse abrió dos maletas y metió las mudas de ropa que reposaban en la cesta de lavandería limpia, las cucharitas de plata, los anillos de oro y los pasaportes. Algo de dinero que cada vez valía menos y algunas galletas para el camino.

La familia dejó su patria y la comida caliente sobre la mesa. Horas más tarde, un soldado enemigo entró en la casa buscando prisioneros o algo de vodka. Recorrió los espacios y abrió gavetas. Con una mezcla de urgencia y cierto desdén, remojó el pan en la sopa de papas y se tragó los arenques sin siquiera saborearlos. Arremetió contra la porcelana y orinó donde le dio la gana. Metió dos candelabros de plata en su busaca y salió a la calle silbando para seguir su misión de someter a punta de su rifle.

Arnold, Ilse y su hijo arrastraban su desconsuelo en una fila de gente que se alejaba de Tallinn, viendo bajar la Cortina de Hierro como acto final. En la lejanía se levantaban columnas de humo sobre la ciudad que se mezclaban con el polvo del camino. Arnold recordó a los muertos, y maldijo a los cómplices que se llenaban la boca de caviar.

***

Casi sesenta años después, yo también dejé mi país. Y mientras empacaba y decidía qué vender, saqué unos enseres de la caja de mi cubertería fina, cuando una cucharita de plata cayó a mis pies. La recogí con cuidado y al darle la vuelta quedé suspendida en un instante indefinido. Un hormigueo me recorrió el cuerpo concentrándose en mis manos como si estuviera sujetando un pedazo de cielo. La cucharita de plata había perdido su brillo original, estaba cubierta de una pátina de tiempo, pero aun así se distinguían perfectamente las iniciales. Me senté en el sofá y sonreí con una extraña mezcla de tristeza y optimismo. Estos pequeños artefactos habían sido el respaldo necesario de mis ancestros  para sobrevivir en su periplo desde Estonia hasta Venezuela. Aunque dispuestos a vender su pasado, subsistieron la prueba del tiempo y de la templanza: las cucharitas y mis abuelos. No se le puede poner un precio a un artefacto que ha sido bastión y fuero. Venderlas sería una burla a los recuerdos y cualquier monto de dinero sería una afrenta a su memoria. Esta cucharita de plata ya no era un respaldo, sino un monumento. Con el mayor cuidado, las envolví en papel de seda y las guardé en la caja rotulada FRÁGIL. Como mi corazón.

Eckhart Tolle
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Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto