En Canadá hay miles de médicos, abogados, ingenieros, maestros y otros profesionales formados en el extranjero que sueñan con ejercer su profesión aquí. Llegan con años de estudio, experiencia y vocación, pero se encuentran con un muro: las instituciones y los colegios profesionales que les impiden trabajar en lo que saben hacer.
El impacto de estas barreras no se limita al ámbito laboral. También afecta la integración y la salud mental de quienes llegan con la ilusión de reconstruir su vida. Muchos profesionales se sienten inútiles, frustrados y avergonzados al no poder ejercer lo que estudiaron durante años. Esa frustración se traslada a sus familias, que también sufren las consecuencias. Sus hijos crecen viendo a sus padres luchar por un reconocimiento que nunca llega, y muchos terminan pensando que el esfuerzo de emigrar no valió la pena. En lugar de aprovechar su potencial, el país los empuja a la marginación y al silencio.
Lo más irónico es que, mientras el país sufre una grave escasez de médicos, enfermeros y otros especialistas, muchos de esos profesionales están manejando taxis, trabajando en la construcción, limpiando oficinas o desempeñándose en empleos muy por debajo de su nivel de formación.
Muchos profesionales extranjeros ni siquiera saben por dónde empezar. La información sobre cómo obtener la acreditación está dispersa, escrita en un lenguaje técnico y difícil de entender. No hay una ventanilla única ni una guía clara que explique los pasos, los plazos o los costos reales del proceso.
Además, los exámenes, las evaluaciones y los cursos de adaptación pueden costar miles de dólares y tomar años. Para quienes llegan con familias que mantener y necesitan trabajar de inmediato, enfrentarse a un camino tan largo, caro y confuso resulta casi imposible. Así, muchos terminan renunciando a su profesión, no por falta de capacidad, sino por falta de oportunidades reales.
Detrás de las cifras y los trámites hay historias humanas que merecen ser escuchadas. Hay médicos que lloran al no poder atender a un paciente, ingenieros que no pueden firmar un proyecto y abogados que saben que podrían defender causas justas, pero no se les permite. No se trata solo de procesos administrativos, sino de sueños suspendidos. Canadá necesita mirar de frente esta contradicción: atraer talento del mundo entero y luego impedirle trabajar es una forma de desperdicio que el país ya no puede permitirse. Reformar el sistema de acreditación no es un favor, es una inversión en justicia, en equidad y en el futuro colectivo.
Cada año llegan a Canadá doctores de todas partes del mundo. Muchos tienen especializaciones y décadas de experiencia, pero no pueden atender a un solo paciente porque sus títulos no son reconocidos de manera automática.
El proceso para poder ejercer es largo, caro y confuso. Deben presentar exámenes, demostrar su educación, repetir años de residencia y cumplir con requisitos que varían en cada provincia. En muchos casos, los programas de entrenamiento disponibles son tan limitados que apenas unas pocas decenas de médicos logran ingresar cada año, mientras cientos esperan sin esperanza.
Recientemente, en lugar de facilitar el camino, algunos colegios médicos han agregado nuevas condiciones. En Ontario, por ejemplo, se impuso una regla que da prioridad a quienes estudiaron en Canadá, dejando a muchos médicos extranjeros fuera de las oportunidades, aunque el país necesite desesperadamente más personal médico.
A todo esto se suma una nueva regla que exige haber cursado al menos dos años de estudios secundarios en Canadá para poder competir en igualdad de condiciones por una plaza de residencia médica. Esta medida deja fuera a cientos de doctores formados en el extranjero, muchos de los cuales tienen años de experiencia y podrían incorporarse al sistema de salud de inmediato.
El resultado es un desperdicio enorme de talento. Médicos que podrían estar salvando vidas terminan manejando un Uber o trabajando en un supermercado.
Algo similar viven los abogados formados en el extranjero. Aunque muchos de ellos tienen años de experiencia en sus países, cuando llegan a Canadá deben volver prácticamente a empezar.
Si el sistema legal en el que se formaron es diferente al canadiense, deben volver a la universidad para cursar un grupo de materias consideradas esenciales antes de poder rendir los exámenes. Todo cuesta, y cada etapa demora. Finalmente, deben conseguir un puesto de prácticas en un bufete para obtener la licencia, y este último paso suele ser el más difícil, porque muchas oficinas se niegan a contratar a abogados sin “experiencia canadiense”.
Además del costo y del tiempo que implica todo este proceso, muchos se enfrentan a prejuicios. Su acento, su país de origen o el hecho de haber estudiado en otro idioma se convierten en obstáculos invisibles que frenan su avance.
Las autoridades dicen que estas reglas existen para proteger la calidad del servicio y la seguridad del público. Y es cierto que se necesitan controles. Pero también es verdad que los requisitos actuales son tan rígidos que terminan excluyendo a personas muy capacitadas.
En muchos casos, parece más un acto de protección del mercado laboral local que una medida real de seguridad. Los colegios profesionales tienen un gran poder para decidir quién puede ejercer y quién no, y muchas veces ese poder se usa para mantener a los profesionales extranjeros al margen.
Estas barreras no solo afectan a quienes llegan a Canadá buscando una oportunidad. También afectan a toda la sociedad. En hospitales hay escasez de médicos. En pueblos pequeños hay clínicas sin personal. En el sistema legal, muchas personas no pueden acceder a un abogado por falta de profesionales disponibles.
La llamada “fuga de cerebros” es una realidad que afecta a Canadá y al mundo. Ocurre cuando profesionales altamente calificados deciden irse a otro país en busca de estabilidad, seguridad o mejores oportunidades. Por un lado, los países de origen pierden a los profesionales en los que invirtieron años de educación y recursos, dejando vacíos en sistemas que ya eran frágiles. Por otro lado, Canadá, que atrae a ese talento con la promesa de un futuro mejor, termina desperdiciándolo al no reconocer su preparación ni facilitar su integración laboral.
El resultado es un ciclo absurdo: los países pierden a sus mejores profesionales y Canadá no los aprovecha. Con cada médico, ingeniero o abogado que no puede ejercer, se pierde una oportunidad de crecimiento mutuo, tanto para el inmigrante como para el país que lo recibe.
Mientras tanto, quienes podrían cubrir esas necesidades están atrapados en trabajos temporales, frustrados por no poder aportar lo que saben.
Canadá se enorgullece de ser un país abierto y multicultural. Pero para que esa idea sea real, debe abrir también las puertas del trabajo profesional.
Es necesario simplificar los procesos, reconocer mejor la experiencia extranjera y ofrecer programas de adaptación más rápidos y accesibles. No se trata de bajar los estándares, sino de crear caminos justos y transparentes que permitan que el talento que ya está aquí pueda contribuir.
También se necesita más empatía de parte de los colegios profesionales y de la sociedad. Muchos de esos doctores y abogados no solo traen conocimiento, sino también una profunda vocación de servicio y un deseo genuino de ayudar.
Canadá no puede seguir atrayendo profesionales del mundo para luego cerrarles las puertas a su propio futuro. Las historias de médicos que no pueden atender, de abogados que no pueden ejercer y de ingenieros que no pueden firmar proyectos no son simples anécdotas: son el reflejo de un sistema que necesita una reforma urgente.
Las autoridades deben dejar de tratar este problema como una cuestión secundaria y asumirlo como una prioridad nacional. El país no puede hablar de inclusión, desarrollo ni igualdad de oportunidades mientras siga desperdiciando el talento que ya tiene dentro de sus fronteras.
Reconocer el valor de los profesionales extranjeros no es un favor ni un gesto de buena voluntad. Es una obligación moral, económica y social. Canadá necesita transformar sus procesos de acreditación en verdaderas puertas de acceso, no en muros invisibles. Solo así el país podrá cumplir su promesa de ser una tierra de oportunidades reales, no solo de discursos.
Vilma Filici
Consultora de Inmigración certificada