Un primero de febrero durante la mañana fría del crudo invierno ruso, el tren transiberiano hizo la primera de una serie de breves paradas, que ayudarían a revivir una estación muy apartada en el pequeño poblado de Poyakonda. Ahí, su corazón de metal chirrió de emoción al ver que le aguardaba la pequeña Karina Kozlova, única pasajera, quien, al ver llegar a la Máquina Roja, contempló su futuro de pie junto a las viejas vías que la llevarían, cada día, hacia su nuevo destino en una escuela de San Petersburgo.