Cuando las lanzas y las flechas callaron y del fuego solo quedaban cenizas, a diez años de la conquista de México, los vencidos y vencedores, vivían el desarticulado comienzo de una nueva sociedad, un nuevo orden. En la bella zona lacustre del Valle de México enmarcado por los volcanes el Popocatepetl o montaña humeante y el Iztaccíhuatl o mujer blanca, todo cambiaba, la cultura, la religión, la moral, la economía, el arte y también cambiaba la raza. Los mexicas, adoradores del sol, la luna y el viento, la tierra y la lluvia que la moja, nos dice el escritor Eduardo Galeano, “descubrían que eran indios, descubrían que vivían en América, que le debían obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un dios de otro cielo.” Con la caída de la ciudad de México Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, tomada por el capitán Hernán Cortés, sus soldados y aliados indígenas, el pueblo del sol elegido del dios Huitzilopochtli, es vencido, sus dioses y su cultura desarrollada durante siglos, quedan sepultados bajo las ruinas de sus templos arrasados. Ante el panorama de su imperio en ruinas, Cuauhtémoc, último emperador mexica, se rinde y comunica la derrota a su pueblo: “Llorad, amigos míos, tened entendido que con estos hechos, hemos perdido a la nación Mexicana.
Era el solsticio de invierno de 1531, entre los días 9 y 12 de diciembre, cuando ahí en el cerro del Tepeyac, al norte de la recién conquistada imperial ciudad de México Tenochtitlan, sitio de un antiguo santuario dedicado a Tonantzin Cihuacóatl, diosa madre de los mexicas, se apareció rodeada del sol, vestida de estrellas y color de jade, con la luna menguante a sus pies, una dulce, joven y bonita señora de facciones europeas y la tez morena del mexicano. El testigo, fue un indígena macehual tepaneca de 57 años de edad, originario de Cuautitlán, de nombre Juan Diego Cuauhtlatóatzin, águila que habla. En la mas dulce y clásica lengua mexicana, la señora del cielo le dijo ser la siempre Inmaculada María, madre del Nelly Teótl, del dios verdadero, que venia con un mensaje de amor y abrigo para todos sus hijos de estas tierras mexicanas, “No se entristezca tu corazón, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre”. Como prueba de su visita nos dejó cubierta de rosas, su imagen estampada sobre la tilma de ayate de Juan Diego.
La Virgen de Guadalupe llego a México para quedarse y a través del tiempo y un intenso dialogo de amor, a la vez íntimo y público, estrechamente ligado a la historia de México, los mexicanos dejan de ser hijos de Tonantzin Cihuacóatl, para ser hijos de Guadalupe Tonantzin, la hacen suya, se ven y se reconocen en ella como en un espejo, la hacen su madre, su reina, su abanderada libertaria, su imagen colectiva por excelencia. Esta relación de madre hijo, que nace en el Tepeyac y surge del encuentro directo entre la Virgen y el mexicano, a raíz del Huey Tlamahuizoltica, / Gran acontecimiento leyenda escrita en lengua mexicana por el estudioso nahua Antonio Valeriano y considerada una obra literaria por el historiador Miguel León Portilla, con el tiempo adquiere enormes dimensiones que impactan en el alma y la vida de México, rebasando fronteras para convertirse en Emperatriz de las Américas. Guadalupe esta presente en todo momento y lugar y en Ella estamos todos, la gran familia mexicana, su imagen seductora y poderosa, camina sola, cruza clases, razas, fronteras, culturas y todas los colores que enriquecen a la raza humana y su culto tiene voz en muchos idiomas del mundo.
Mi visión tilmista por así llamarla, reconoce que no hay un solo aspecto dentro del discurso guadalupano que no se inicie y regrese a la imagen de la tilma, la que considero: sol del universo guadalupano. En términos del escritor y filósofo de arte, Humberto Ecco, veo a la guadalupana como una obra abierta, la propuesta de la Virgen es una de apertura al encuentro y al dialogo creativo con el espectador mexicano a quien le comunica su mensaje divino.
NO es en los estudios ni especulaciones, sino que es en la Tilma del Tepeyac, estampada con la sola imagen de la Virgen rodeada de rayos solares dentro de un rompimiento de nubes, donde depositamos nuestra fe, esperanza, tristezas y alegrías. Su imagen sagrada es real y contiene el inmenso amor de nuestro pueblo, se manifiesta en cada encuentro con ella, en cada milagro que concede, en cada plegaria que le rezamos, en las flores que le regalamos, las serenatas que le llevamos, los famosos artistas que le cantan, los concheros que le bailan, el pueblo peregrino que camina desde lejos para llegar a Ella y en cada obra de arte que le dedicamos, enriqueciendo así, la inabarcable poética guadalupana. La Virgen de Guadalupe vive en el alma y corazón y en el pensamiento de cada mexicano y con el, emigra a otras tierras, su historia es la historia de México, de las creencias y querencias del mexicano y en su papel de mediadora es poderoso cohesionante que aglutina a todos en términos de una sociedad pluricultural, un pueblo ante el mundo. En las tumultuosas peregrinaciones que llegan a la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe, en especial las del 12 de diciembre, se puede observar la manifestación más fiel de la religiosidad mexicana. El historiador Jaime Cuadriello califica el santuario de la Villa del Tepeyac, que recibe a diario aproximadamente a 1500 visitantes, como “el sitio desde donde se puede tomar en su estatura moral, el pulso del pueblo mexicano”. Aquí, en Canadá, su imagen encuentra amor y una morada en los hogares de sus hijos mexicanos y latinoamericanos y el 12 de diciembre, en muchas iglesias hay misas y festejos desde Vancouver hasta las Marítimas. Allá en México, donde crece la cuetlaxóchitl flor de Noche Buena, el pueblo que camina empieza su peregrinar al Tepeyac donde al igual que en tiempos lejanos, llega para adorar y felicitar a su madre divina en su día, hoy su morenita, su patrona, su virgen mexicana, su reina, su Guadalupe Tonantzin.
Como muchas mujeres mexicanas, fui consagrada a Guadalupe cuando niña, mas no recuerdo el preciso momento cuando entable mi diálogo con la Virgen de Guadalupe.
Sería el día en que me consagraron a Ella. O, seía en una de las rituales visitas a la Villa del Tepeyac, visitas con olor a rosas y gorditas de maíz, las del atrio envueltas en papel de china de colores.
O, sería en una noche nevada en Canadá, cuando la luz de la estrella del norte dibuja su silueta en mi imaginación y la de mis paisanos migrantes, o en uno de los otoños cuando desde mi jardín de grandes maples, despedía a las monarcas que levantaban su vuelo migratorio hacia los oyameles de Michoacán.
O, sería en esos maravillosos momentos cuando el dolor del parto me anunciaba el nacimiento de mis hijos.
O, serían las veladoras de mi madrina Lupita las que alumbraron mi camino a Guadalupe cuando en el vientre de mi madre, aún no veía la luz.
O, será que desde siempre sostuve un diálogo con la Virgen.
Lo cierto es que en mi vida, Ella está presente, mi camino con Santa María de Guadalupe, es una historia de amor, y en mi morada, su imagen colectiva siempre tiene su lugar. Fue mi medalla de bautizo, confirmación y primera comunión, bendición en nuestra boda y las bodas de nuestros hijos. Es imagen que se repite en mi trabajo artesanal y académico. Exploro su forma fina y elegante con sus flores de nahui ollin y las de tepetl, rodeada de dorados rayos solares, cubierta de estrellas y jade, con la luna menguante a sus pies, y me encuentro en el hueco de su manto y el cruce de sus brazos y en su mirada, se que Ella me vé.
La dibujo recorriendo su rostro infinitamente dulce, suave, de una joven gentil y muy bonita señora con facciones europeas y el sol en la piel morena de nuestro pueblo de bronce.
En un reencuentro con mi ser mexicano, la dibujo una y otra y otra vez como la siento, mi madre divina y de noble linaje, en sus misterios de diosa y de mujer, Guadalupe nantzin quetzalli, madre de Dios, en el Tloque Nahuaque, el cerca y el junto. La pinto en su morada de oro y plata, de flores y cantos, de rojo tezontle, en la de rojo Mitla, compartiendo espacios con las mujeres de mi familia y las abuelas viejas y sabias, junto a la diosa Xochiquetzal, patrona de tlacuilos, con la Cihuacóatl, la Tonantzin, la Coatlicue de la falda de serpientes y el corazón en las manos, junto a la sabia milpa, el amarillo cempasúchil y el azulado jade de los grandes agaves de mi tierra, color del manto que envuelve a la Virgen y que desde la bóveda de su casa santuario como gran carpa, es color que abraza a todos los mexicanos.
En este tu día, te deseamos felicidades, cientos de cuetlaxóchitl y rosas y cantos, kuali iluichihuali, nantzin y patrona Santa María de Guadalupe!
Maria Luisa de Villa
Nace en CDMX, vive entre Canadá y México desde 1961, artista visual, curadora, investigadora en artes de México, maestría por la UNAM, 50 años de trayectoria en las artes. Escribe sobre las artes, la cultura de México y el español y los hispanohablantes de Canadá.