Ella, después de andar y buscar, por fin había encontrado una playa tranquila, libre de turistas y vendedores necios que la fueran a molestar, extendió la enorme toalla sobre la arena, buscó en su bolsa de tela el bronceador y se lo aplicó en el cuerpo. Se acomodó el bikini, las grandes gafas de sol y recogió su extensa cabellera para que cupiera dentro del anchísimo sombrero. Suspiró su calma y se acostó para asolearse.
Don Carlos, un pescador de la región, coqueto por vocación y mujeriego sin culpa, arrimó su vieja chalupa en la playa, agarró la atarraya vacía porque no hubo pesca y comenzó a caminar y a cantar por la orilla del mar, a pesar de la escasez, hasta que vio a la hermosa mujer descansando, como un elemento más de aquella bella postal, entonces, se acomodó la vestimenta y carraspeó sin consideración. La mujer al darse cuenta de que era observada, se incorporó para ver quién era y el viejo pescador, lanzó su sonrisa presumida y le comenzó a cantar un vallenato:
“Mírame fijamente hasta cegarme.
Mírame con amor o con enojo.
Pero no dejes nunca de mirarme.
Porque quiero morir bajo tus ojos…”
Entonces, la turista, dejó ver sus ojos brillantes y su extensa cabellera, que se retorcía y que se movía con vida propia, y miró al pescador, que con su sonrisa infantil y la melodía de su canción, poco a poco se fue convirtiendo en piedra.
La mujer suspiró resignada por su maldición, recogió sus cosas y se fue a buscar otra playa.
Original, me gustó mucho la culminación, pues desde irrupción del viejo pescador uno es inducido a imaginar un final totalmente distinto. En mi caso pensé una hipótesis obvia, algo parecido al amor. Por lo tanto, la grata lectura ha dejado satisfecho. Un saludo cordial.