“Quisieron enterrarnos, pero no sabían que éramos semillas”
Proverbio mexicano
Lo que recuerdo de esa época era un desasosiego tan cotidiano como la arepa. No fue distinta para mí que para tantos otros vecinos, familiares, amigos y compatriotas. A todos, de alguna forma nos había salpicado el miedo a la realidad creada por la mente retorcida de un solo hombre. El miedo fue su forma más cruel de dominio, fue tenernos en su puño y apretar lo suficiente para enseñarnos a dejar de respirar. El miedo nos volvió apáticos; nos fuimos acostumbrando a los muertos.
Por mucho tiempo creí que en Venezuela prevalecería la justicia y la libertad y quizás suceda con el tiempo, pero en aquel momento, tiempo era lo que no teníamos. La belleza de esa tierra no era suficiente excusa para quedarnos, porque de nada vale si está teñida de muerte. Mi patria se volvió terrones secos y las semillas que traté de sembrar a través de mis hijos no germinarían en esas condiciones.
Entonces despuntó el alba del veintiocho de febrero del dos mil cuatro. Entre amenazas de guarimbas entramos en el vestíbulo del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar con nueve maletas, todo lo que teníamos como porvenir cierto. Sobre las líneas verdes, naranjas y negras del mosaico de Cruz Diez que cubría el piso del aeropuerto, discurría una masa asfixiante de gente y paquetes. Ahí comprendí la dimensión real de nuestro exilio, esa palabra dolorosa a la que no me había acostumbrado aún. Una señora despedía a su hijo que se iba a vivir a los Estados Unidos. Lo colmó de caricias, un escapulario de la Virgen de Coromoto y una bolsa de empanaditas para el viaje. Un hombre lleno de nervios contaba equipaje y documentos, esposa y niños. De alguna manera todos parecíamos dueños de un hilo de tristezas comunes como pactos sellados. De pronto un guardia, sudoroso y grotesco, vociferó órdenes de abrir las maletas. Con la saña que se le tiene a los forajidos revisó hasta el último bolsillo, metió las manos bajo la ropa hasta que hizo una seña de apuro para caerle a su próxima víctima. Sin mirarlo a los ojos y temblando de urgencia cerramos las maletas en el silencio de una oración.
Entramos en el avión con un suspiro de alivio. Los pasillos eran un hervidero de gente triste guardando bolsos en todos los recovecos posibles. Todos llevábamos exceso de equipaje y de nostalgia. Apreté las manos de mis hijos sumidos en sus propias batallas y lutos, tratando de darles una seguridad que yo también necesitaba. Un poco de recreo no me vendría mal, pensé. Tomé la revista de turismo de la aerolínea, buscando llenarme de datos inútiles. De pronto un artículo captó mi atención. En una pequeña isla noruega a sólo cien kilómetros del Polo Norte existe un banco. Pero no cualquier banco con sus billetes y lingotes de oro, sino con algo más valioso. La llaman la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, una especie de custodia botánica donde reposa una inmensa variedad de semillas de todo el mundo como la encomienda de una herencia. Su función será resembrar la Tierra y salvar a la humanidad en caso de algún mega desastre.
Se me ataron miles de cabos. ¡Semillas, somos semillas! pensé, pestañeando. No en balde nos llaman “diáspora”. Esa palabra me resonó como simientes esparcidas en la brisa buscando tierras donde germinar. Como emigrantes éramos lo más cercano a la bóveda de las semillas de nuestra venezolanidad. Emigrar era un reflejo de preservación, no solo de nuestro ente físico y emocional, sino también de nuestras costumbres. Éramos portadores de las historias sobre las andanzas, las alegrías y tristezas, las venturas y desventuras, los comienzos y los finales. Y la voz de la tragedia de quienes quedaron atrás. Estaría en nosotros conservar aquello bueno que fuimos a fin de reconstruir la patria. Algún día. Recordé una frase que había leído en un libro de autoayuda y que me regiría la vida de ahí en adelante. Sonreí y miré a mis hijos ensimismados en la película que comenzaba a proyectarse como entretenimiento de vuelo.
— Florezcan donde los planten— les dije sin esperar a que me entendieran en ese momento.
Me asomé por la ventanilla y vi a Venezuela volverse pequeña hasta que no fue más que un punto lejano que me costaba cada vez más mantener como referencia. De pronto, una voz melodiosa me sacó de mi trance.
— ¿Desea tomar algo? — preguntó la azafata entregándome la bandeja del desayuno con una sonrisa corporativa.
Dudé entre la necesidad de un café o de algo más fuerte. Eran solo las diez de la mañana y teníamos un largo día por delante pero las burbujas dulces de la Mimosa me esfumaron el sentido lineal del tiempo. Por un rato estuve pendulando entre el pasado, el presente y lo que imaginaba sería el futuro como un horizonte. Un horizonte metido en otro horizonte, una vasta raya delante de mí que era nuestro futuro en Canadá. Me despedí de mi país con la reverencia que se le tiene a un muerto muy querido sin aferrarme a su resurrección.
Levanté mi copa en un silencio secreto y supe que el tiempo se encargaría de darnos la razón o no, pero en ese momento solo éramos una promesa a punto de florecer.
Erika P. Roostna
Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto