Lo que me enseñó mi buganvilla sobre soltar

“Un campeón es alguien que se levanta cuando no puede”

Jack Dempsey

Encendí la luz de la cocina y el aliento que me quedó era suficiente para llorar. De mi buganvilla floreada, la consentida de mis plantas, solo quedaba un esqueleto de garfios dolorosos. A sus pies, una alfombra de hojas secas y retorcidas. No valieron fertilizantes ni un horario casi militar de riego, ni haber estudiado decenas de videos para el cuidado de estas trepadoras; ella parecía haber claudicado, conmigo o sin mí. Al fin y al cabo, es difícil ser una planta tropical pasmada en un lugar donde apenas te roza el sol.

No era la primera vez que tiraba la toalla. Desde que la traje a casa hace unos años atrás, viví con ella una serie de guerras sin declarar, que me penduleaban entre la compasión y la exasperación, entre el desconcierto y la impaciencia. Pero esta vez era diferente; no era una tregua, era una rendición con un atisbo de alivio en sus ramitas paludas. Quizá era la tristeza de mirar el jardín nevado desde su puesto al lado de la ventana, quizá soñaba con el Caribe o el Mediterráneo. ¡Qué agobio debe sentir mantener las hojas verdes y lustrosas como parte de una decoración! ¡Cuánta energía debe consumir para preservar esas florecitas fucsias para deleite de otros!

Con el corazón apretado ante su fragilidad, quise consolarla, pedirle que aguantara, que siguiera luchando, pero no había señal alguna. Le hablé, sí, quizás como efecto secundario por mi propio encierro y pronto llegué al convencimiento de que enloquecer era hablarle a una planta esperando una respuesta. Asumí que, finalmente, había llegado el momento de sacarla de su miseria, ponerla en el bidón de recortes de jardín y darle un entierro digno. Pero algo me impedía dejarla ir.

Así que, entre tantas preguntas agobiantes, y la ansiedad que me causaba verla así, la dejé tranquila frente al ventanal por unos días. Si bien me atormentaba verla muerta, trataba de convencerme de que era mejor así, aún con la nostalgia de su partida.

Pero amaneció el domingo y bajé a hacer café. De pronto, sonreí como quien atestigua la lumbre de un milagro cotidiano. Con el sol como su propio centro, mi buganvilla había salido de su catatonía y decenas de capullos asomaban entre sus ramas hechas deditos de viejos.

Atacada de algo parecido al regocijo, quise abrazarla y bailarla por el salón. Entre matices de euforia y fe, sueños de realidades y entramado de emociones, entendí que todos tenemos nuestras reservas de fortaleza que nos hacen florecer de nuevo, sin importar lo duro de las circunstancias.

Mi buganvilla es voluntariosa, llena de imposibles que se empeña en desconocer. Es empujadora, callada, resiliente. Ella vive en la precaria línea entre la valentía y el descanso,  entre los sueños y las batallas. Un día suelta y el otro, se aferra. Al final, ¿no es eso la vida misma?

Ya nunca dudaré de ella, pues mi buganvilla bien podría llamarse Erika.

Erika P. Roostna
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Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto