“Definición de locura: hacer algo una y otra vez y esperar resultados diferentes”
Albert Einstein
Emigré a Canadá con una idea bastante amplia de lo obvio que esperaba lograr en ese proceso: un mejor futuro para mis hijos. Pero aferrarme a esa visión algo cliché y abstracta hizo surgir un entramado de imprecisiones que me puso a dudar de todo cuánto estaba tratando de hacer.
Como hija de inmigrantes de posguerra heredé el empuje al punto de quiebre, o sea, hay que seguir dándose golpes contra la pared hasta abrir el hueco y lograr el objetivo aun a riesgo de terminar algo moreteada. Tratar de patalear en ese universo complejo y fluido me dejaba agotada y sin una mota de imaginación o disciplina. Sin embargo, por cosas del destino, descubrí en la escritura una herramienta tan suave como remecedora para poner mi corazón migrante en su santo lugar. Y durante mucho tiempo escribir fue mi tabla de salvación contra los embates del desarraigo, la nostalgia y la culpa. Pero en mi afán casi patológico de revolcarme por completo en aquello que es importante para mí, me surgió una especie de cansancio vuelto desesperanza ante la pantalla de mi computadora. Escribir contrarreloj y con el propósito de publicar me paralizó en un bloqueo extendido. En aquel reducto que eran mis sueños y mi cuaderno, las palabras fluían como una pesadilla de melaza, me pesaba la voluntad y mi creatividad se fue a esconder con todo y mis olvidos. Miré el cementerio de hojas y archivos y sentí ganas de darles una digna cremación; olvidarme que alguna vez fui escritora.
Pero si hay algo que me ha enseñado la vida de inmigrante es que siempre, siempre hay otra forma de lograr las cosas que me propongo; una más compasiva, algo menos frontal, quizás más oblicua. Entendí a nivel visceral que debía dejar el desespero que trae la auto flagelación mental y de tomarse todo como una tragedia de dimensiones apocalípticas. Así que, en un convenio conmigo misma, reuní las fuerzas necesarias para hacer algo diferente; algo desvinculado con este martirio de nada.
Arrugué mi papel de víctima de mis demonios y me lancé a buscar un lugar seguro donde volver a conjurar mi sentido de curiosidad, un paraje extraviado dónde comenzar de nuevo; darme permiso de volver a ser torpe e inocente, como cuando llegué a Canadá con todo y mis quimeras. Entonces me inscribí en un mini curso online para aprender a dibujar. Confieso que me sentí un poco ridícula pagando para que me enseñaran a garabatear, pero no estaba invirtiendo mis ahorros para la vejez ni malbaratando el tiempo que me queda por delante. Con mi mantra de “no tengo nada que perder” marqué mi rendición a ser perfecta. Salí de mi cueva interior ondeando una bandera blanca, claudicando al peso de mis propias expectativas. Al terminar cada lección me envolvía una brisa fresca como en un oasis después de la sequedad del desierto. Los trazos casi infantiles me bajaron las intensidades de materias auto impuestas de probarme ante todos y, peor aún, a mí misma. Aquí, trazando muñequitos, líneas caracoleadas y letras tipo Barbie, se me abrió un mundo cerrado por el bendito machaque de ser alguien en el mundo de quienes se matan trabajando en nombre de un éxito esquivo.
Corté las sogas de la red de seguridad y le di un golpe de estado al dictador que es mi crítico interior. Entonces sucedió algo extraño. Cuando terminé de jugar sobre el papel con mis marcadores de colores, una energía renovada y sin fricción pareció emerger de un punto en mi pecho. Con mi musa en rebelión, encendí mi computadora y escribí como con la complicidad de los amantes que se reencuentran en el sitio donde se dejaron. Como si no hubiese un mañana.
Pensé que era un momento de locura, pero en realidad fue una nueva perspectiva, un descanso de tanto brete cotidiano. Y eso, eso marcó la diferencia entre recuperar aquello que tanto amo o quedar enclaustrada en mi miseria creativa.
Erika P. Roostna
Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto