“Una travesía de mil kilómetros comienza con un solo paso”.
Lao Tzu
Es una de esas mañanas de un domingo otoñal que se prestan para la práctica italiana del dolce far niente, traducido como la “dulzura de no hacer nada”. Un día sin urgencias ni responsabilidades. Uno de mis vicios clandestinos y necesarios. Bajo la cobija peludita se asoman mis pies como buscando un balance entre el calor de mi cuerpo y las temperaturas malcriadas de Canadá. Y nada mejor en esta parsimoniosa mañana que ver fotografías, ese magnífico ejercicio de invocar recuerdos tristes de un pasado alegre. Así que, con mi café mañanero y deleitada como una pereza guindando de una rama, me dispongo a catalogar y purgar fotos tanto de una caja olvidada que saqué de mi armario, así como las toneladas digitales en mi teléfono móvil.
De la caja saco las fotos que fueron a parar ahí por efecto de mudanzas sucesivas y heredadas. Algunas imágenes están desenfocadas, sepias descoloridas echadas al olvido. En ellas están plasmadas una variopinta de personajes, desde primos lejanos y tatarabuelos hasta algunos personajes anónimos y carnavalescos, si es que existe ese término en Estonia y Eslovenia, tierras de mis ancestros. Mi mente de escritora me tienta a imaginar cuántos escándalos y desenlaces habrá tras esas fotos…pero nunca lo sabré pues en mi intento de convertirme al minimalismo casi como una religión, lanzo al cesto de la basura aquellas duplicadas y las que no tienen remedio. Las más recientes (o sea, las de mi móvil) me hacen parar y agrandarlas en la pantalla para captar los detalles. En ese instante ―calma, cromos, silencio, vivencias― se despliega ante mí un tema recurrente: mis pies. Ya sea en algún sendero montañoso del Camino de Santiago, metidos en las aguas del Caribe, el Báltico o el Mediterráneo, sobre mi escritorio en son de descanso, descalzos de pedicura fresca, calzados con zapatillas de fulgurantes purpurinas, o parada sobre una placa de bronce incrustada en el pavimento con la señal divina de Lao Tzu sobre las travesías, mis pies van apareciendo como un hilo visual de mi vida.
Esta extraña tendencia que algunos quieran catalogar como fetichista me tiene sin mucho cuidado. Más bien me pica la curiosidad y me dispara una serie de preguntas: por ejemplo ¿por qué mis pies y no mis manos que escriben y acarician? ¿Qué mensajes debo escuchar de esa parte tan específica de mi cuerpo?
Confieso desde mi ego que me encanta lo carnoso y cuidadito de mis pies, no es un alarde ni una arrogancia. Ellos son un testimonio de lo recorrido en kilómetros reales por muchos mundos, pero nada se compara con las distancias inconmensurables hacia mi interior. Ahí, he cojeado por montañas de creencias vanas, entrado en cuevas de miedo y autosaboteo, cruzado ríos de culturas turbulentas. Estos pies han trastabillado en pos de sueños esquivos, amores imposibles y realidades que me llevaron a tierras lejanas hasta llegar al remanso donde descansar mi alma migrante. Y, sobre todo, adoro las veces que mis pies me han puesto a danzar de amor y gloria…y nadie me quita lo bailado.
Mis pies no divagan como mi mente ni lloran como mi corazón; ellos soportan y transportan con el mantra de “pa’lante es pa’llá” sin importarles las batallas entre tales órganos vitales. Retratar mis pies ha sido mi manera de captar cuánto he avanzado, cuánto he recorrido: los sinuosos caminos a lugares maravillosos, las bifurcaciones llenas de dudas, y los irresistibles atajos de decepcionante gratificación instantánea. Lo cual me trae a una de las lecciones más puras y duras: muchas veces la distancia entre dos puntos no siempre es una línea recta, por lo que la flexibilidad, la apertura y la resiliencia son habilidades imperiosas para quienes van por los caminos del mundo.
Hay días en que mis pies están cansados de tanto tute, pero más por el peso del alma que el del tiempo, pero atiendo mis ampollas como se atiende a un pichón caído de un nido. Y como ave fénix que se respeta y que ha caminado sobre carbones, sé que para renacer de las cenizas debo consumirme en todas las candelas sin arrepentimiento alguno y mucho camino que recorrer.
Y a ti, pequeño fénix migrante, ¿A dónde te han llevado tus pies?
Erika P. Roostna
Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto