Aroma de viejos amantes

“Nosotros, los de entonces,

ya no somos los mismos”

Pablo Neruda

Por este café desfila el mundo entero con sus cotidianidades, pero sobre todo, con sus misterios. Sus historias se mezclan en volutas de memorias, canela y nuez moscada que manan de los bizcochitos recién sacados del horno. Algunas historias son primaverales, otras como el otoño mismo. Está por ejemplo, la ejecutiva, dueña del mundo con su doble latte con leche de soja, o los padres que lanzan galletas a los niños tras el juego de béisbol de ligas menores como si fuesen palomitas de parque, o también los obreros en su descanso entre faenas y chistes. Y luego están los que, como yo, salen de su cueva en busca de inspiración literaria en esa maravilla de fauna humana o en el fondo de una taza de té.

Ese día miraba las líneas en mi cuaderno cuando los vi, una especie distinta, dos seres ajenos a este mundo luchando por mantenerse de pie en él. Parecían salidos de una de esas historias dignas de una leyenda, de esas que no se cuentan. ¿Viejos amigos o amantes viejos? Los vi encontrarse en el estacionamiento. Un beso rápido de mejillas, un café al que le había llegado su hora con retraso. Se me activó una curiosidad de gata y dejé de escribir. Como hechos de una sustancia intocable eran un núcleo radiactivo que, aunque había perdido su vida media, aún conservaba una luminosidad tenue. Se sentaron en una esquina del local, lejos de cualquier canción de nostalgia, pero intuí que habían elegido ese lugar como seguro y neutral en el caso improbable de que les atacara la lujuria perdida. Estaba a punto de ser testigo del prodigio de las memorias de la piel.

No podía escucharlos desde mi mesa, pero hay lenguajes que no tienen traducción posible. Eran mar calmado por el tiempo donde corrientes invisibles seguían su cauce secreto; eran mar de fondo. Un grito imperceptible surgía de cada milímetro de sus cuerpos, inmersos en una danza melancólica de acercarse y alejarse desde sus sillas opuestas. Ella sostenía un temple aprendido a duras penas como la de un ave fénix encadenada. Ocasionalmente miraba su reloj como queriendo ignorar la vida que la llamaba con su voz fastidiosa y chillona. Él llevaba un escudo impenetrable y sólido, pero ese hablar y hablar y hablar y las venas pulsándole la frente, delataban una necesidad de no entrar en honduras difíciles de zafarse. Ella sonreía con un decoro que no le era propio. Sus manos sobre la mesa quizás esperaban un roce que la devolviera a ese pasado ya pasado. Más allá de algunas canas, arrugas y kilitos de más, los años habían sido benévolos con ellos, aunque el inexorable paso del tiempo les había vuelto la fe en algo lejano e inútil.

Quise hurgar aquellas memorias que los unían y que los habían traído hasta este café; quise rescatar aquello que habían olvidado. Me urgía abrazarla y susurrarle al oído que seguía siendo esa ave rebelde y en llamas que una vez fue. Quise tomarlo por los hombros y gritarle que dejara de jugar con la imprecisión. Pero por cierta nostalgia cansada en sus ojos comprendí que ya no esperaban mucho más.

Durante una hora conversaron en el vacío hasta que se fueron tan rápido como llegaron. En el abrazo final se aglutinaron en una pequeña bola de luz, pero el futuro estaba más cerca que el pasado. Él le dijo algo, quizás calculado, quizás lo que llevaba atorado en la garganta, ese momento de las honduras que había evitado durante el café. Él parecía de los que siempre soltaban las bombas en picada y en retirada. Ella miró el suelo, apretó los labios como recordando una derrota y con voz pequeñita le dio una respuesta cortísima. Recordé aquello de “donde hubo fuego, cenizas quedan”, pero estos dos se habían quemado tantas veces que ahora eran un montoncito de nada.

Claridad o tanteo, arrojo o cautela, se perdieron en direcciones opuestas. Nunca sabré qué sucedió entre ellos ni lo que les esperaba, aunque siendo escritora tengo el poder casi mágico de leer miradas y sentir corazones.  Voy hilando las acciones de la gente con mis propias fantasías y añadiendo capas hasta tocar ese fondo que lleve a finales felices. Pero hay momentos como este donde no logro captar su triste esencia en un papel, quizás porque mi piel también tiene una memoria que contar. Me entristecen los personajes destinados para la lejanía; hay amores eternos que duran nada, dos líneas paralelas que por fuerzas del universo se vuelven a tocar, pero por inercia de sus propios centros de gravedad se pierden envueltas en volutas otoñales de memoria, canela y nuez moscada.

Erika P. Roostna
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Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto