El narcotráfico se tragó a mi ciudad. Casi todos éramos parte del crimen organizado y el gobierno era la cabeza del corporativo. Personas como yo o como mis parientes, éramos los pies descalzos del régimen.
Moría de hambre. Me dieron un arma para trabajar. Esa noche maté a un político a cambio de una cena.
Mientras comíamos en un puesto de perros calientes, el tipo que me había contratado recibió un disparo en la nuca, a quemarropa. La gente siguió comiendo como si nada, con la ropa salpicada de sangre y con el cadáver tibio a sus pies.
—Entonces, joven, ¿quién pagará lo del difunto? —me preguntó el encargado.
—Yo ni lo conozco —dije. Y me largué, mientras los presentes revisaban los bolsillos del asesinado.