Siempre que voy al aeropuerto a recogerla tengo el mismo temor: que no me reconozca; y siempre encuentro su mirada que me indica que ella sabe quién soy. Luego, para mi alivio, pronuncia mi nombre.
Al llegar a casa, la rutina de otros años se repite: abre cada puerta buscando su habitación y cada closet para dar con su pijama. Le digo que ha venido a visitarme; que estará una temporada conmigo; la instalo en su dormitorio; guardo su ropa en la cómoda. Ella pregunta: «¿Para cuándo es mi vuelo de vuelta?». Le indico la fecha. «¿Y qué día es hoy?». Respondo.
Mi hermana mayor me aconseja que le ponga música de su época. Intento con Sandro y nada pasa, apenas dice «Y ese que canta, ¿quién es?». Recuerdo los días en que admiraba a Sandro, su euforia cuando tarareaba sus canciones y hoy, solo yo, quedé musitando Ay, Rosa, Rosa pide lo que quieras. Pero nunca pidas que mi amor por ti se muera. Si algo ha de morir, moriré por ti.
No desisto de mi propósito y pruebo con Camilo Sesto. Ocurre el milagro: se le aclara la mirada, se le ilumina el rostro, suspira y al fin canta con él y conmigo Perdóname, perdóname, perdóname. Si hay algo que quiero eres tú…. Y llegan los recuerdos. Las veces que fue al Caracas Hilton a verlo; mi padre compraba las entradas; ella invitaba a su hermana; iban los tres a disfrutar del espectáculo. Camilo salía de blanco con un fajín negro, la camisa abierta a medio pecho, cantaba a cappella en ocasiones. Era bello. Hasta el vestido que usó para asistir a alguna de aquellas galas vino a su memoria.
Y así, cada día, mamá y yo charlamos por un rato.
Corallys Cordero
Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto