Llegué a la escuela a recoger a mi pequeño a la hora acostumbrada. Estacioné el carro y recorrí con calma la distancia hasta la entrada principal del establecimiento; estaba a tiempo, incluso tenía varios minutos de adelanto. En la recepción firmé la salida de mi hijo y me encaminé por el pasillo que llevaba hasta la puerta más cercana para acceder al patio interior. Antes de llegar a la puerta una cinta amarilla y algunos conos me indicaron que el acceso estaba cerrado debido a varias reparaciones que la escuela realizaba; giré a la izquierda en busca de la siguiente salida.
En el último año transité por ese pasillo en contadas ocasiones y cuando lo hice, la algarabía de niños y personal educativo llamaron siempre mi atención. Sin embargo, en ese instante, el pasillo estaba solo, y los salones también. Una sensación de nostalgia me invadió y los recuerdos de momentos cotidianos llenaron mi mente. Mientras observaba los dibujos que los chiquitos habían hecho y que ahora adornaban las paredes del camino por el que avanzaba, sentí un pequeño nudo que se formaba en mi garganta. Mi hijo había tomado clases en cada una de las aulas de ese pasillo. Sus dibujos también habían formado parte de esa galería, sus zapatitos habían reposado sobre los estantes y su nombre había estado escrito en los casilleros.
Seis años atrás cuando lo inscribimos en el primer año de preescolar, cada mañana y cada tarde recorrimos juntos ese mismo camino. Acompañar a mi hijo hasta su salón de clases, durante sus tres años de kínder, fue una de las tradiciones que más disfruté. Gracias a ella pude no solo descubrir ese pequeño mundo detrás de las paredes herméticas de la institución, sino que también fue el momento ideal para darle un abrazo y verlo unirse a sus compañeros con alegría y entusiasmo. Además, fue una excelente ocasión para conversar con sus profesores y otros papás con quienes nos cruzábamos en nuestro camino.
Atravesar ese pasillo diariamente fue un momento para compartir y lo disfruté cada segundo.
Llegué hasta la puerta que buscaba, bajé las escaleras y salí al patio. Mi hijo jugaba despreocupado lejos de mis nostalgias y mis recuerdos. Cuando me vio corrió hacia mí y le sonreí. Recogimos sus cosas en medio de muchas mochilas de colores. Después me empezó a contar sobre su día. Cruzamos una última vez ese pasillo juntos. Él avanzó sin prestar más atención, yo lancé una última mirada a cada salón. Enseguida, le devolví una sonrisa a mi pequeño, quien con orgullo me contaba cómo le había dado con maestría a la pelota. Dimos un último saludo en la recepción, el ciclo escolar se había terminado. Conversando, avanzamos hasta el carro.
El próximo año mi pequeño recorrerá nuevos caminos. Asistirá a una nueva escuela, dejando atrás seis años de aprendizaje y amistad. Pero yo atesoraré siempre, en el cajón de los bellos recuerdos, ese pasillo lleno de colores y arte infantil.
Tania Farias
Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto