Una lección de vida

Con solo mirar sus ojitos supe que no lo había conseguido. La semana intensiva de karate durante las vacaciones escolares de mi hijo no había sido suficiente. Su cinturón, al final de la clase, tan solo exhibía cinco de las seis rayas (la academia utiliza un sistema de rayas con cinta adhesiva que se agregan al cinturón conforme el alumno avanza ) necesarias para ser invitado al próximo examen y obtener el cinturón superior.

Tal vez en otro momento no hubiera importado, pues incluso hacía menos de tres meses que había sido evaluado, acercándose cada vez más al tan anhelado cinturón negro. Pero por razones ajenas a él, ese mes era el último en que mi hijo sería alumno de la academia de karate que lo había formado durante más de cuatro años. Gracias a su esfuerzo, llevaba con orgullo el cinturón marrón. No obstante, deseaba despedirse con uno más y le había faltado tan poco para conseguirlo.

Al salir de la academia me tomó de la mano y no pudo contener más el llanto. Mientras con palabras y caricias intentaba consolarlo, en mi cabeza se maquinaba una serie de ideas buscando la manera de ayudarlo a conseguir su objetivo. Mi hijo estaba decidido y había trabajado duro en los últimos meses. Lo merecía.

Con tales argumentos y la confianza creada a través de tantos años de fidelidad en la academia, mi marido logró que le realizaran una nueva valoración. A través de ella se determinaría si el niño estaba listo para el examen, el cual se llevaría a cabo a finales del mes, solo dos semanas más tarde.

He visto a mi hijo desear cosas y creer merecerlas sin realmente esforzarse por ellas. Quizás por esa actitud tan desenfadada con que suele abordar ciertas situaciones, me sorprendió aún más el tremendo cambio que mostró en esta ocasión: no desperdició la oportunidad que se le presentó cuando, después de la valoración, se decidió que podría presentarse al examen; a condición de que revisara y practicara con ahínco sus katas. Lo cual hizo. Esas dos últimas lo vi trabajar fuerte en sus clases de karate vespertinas, aún cuando sus mañanas habían estado bien completas con intensa actividad física.

Desde sus cinco años, cuando asistió a su primera clase de kárate, he estado presente en una decena de exámenes (al ser tan pequeño cada color de cinturón tuvo que ser ganado en dos etapas). Como toda madre, siempre he presenciado sus exámenes con una mirada de orgullo. Esta vez no fue la excepción. Además del orgullo que se multiplicó, una fuerte emoción me embargó mientras seguía cada uno de sus movimientos al ejecutar el kata obligatorio para obtener el cinturón marrón avanzado.  Lejos había quedado el chiquitín al que le costaba mantener su equilibrio cuando empezó a practicar esa disciplina. Frente a mí, había un chico fuerte, con movimientos precisos, decidido.

Él decía estar listo para ganar un nuevo cinturón y así fue. Mi niño estaba listo y se lo demostró a sus senseis, a cada espectador, a mí, pero sobre todo, se lo demostró a sí mismo; y quizás, por primera vez en su corta vida, su cabecita comprendió que con esfuerzo y dedicación se puede avanzar.

Tania Farias
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Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto