Durante una sesión de terapia con una psicóloga hablamos sobre las pérdidas. En un principio, el tema fue abordado al explorar el duelo ante la pérdida de un ser amado, pero después, continuamos con las pequeñas y grandes pérdidas que vivimos en el cotidiano y que muchas veces, sin siquiera darnos cuenta, estamos ante procesos de duelo. Un cambio de escuela, de trabajo, de casa, de pareja, dejar la vida de soltería, la vida sin hijos, todos esos procesos que de alguna manera u otra conllevan pérdidas. Esos cambios que nos significan dejar atrás un universo conocido y que nos cobijó por un tiempo. Y poco importa si es uno mismo quien toma la decisión o si esa decisión nos hará avanzar. En lo personal, siempre que he tenido que pasar por ese tipo de situaciones me he quedado con la sensación de estar obligada a renunciar a algo, y por supuesto, no me es posible evitar los sentimientos de tristeza, de coraje o hasta de arrepentimiento que vienen con ellos.
Dejar mi país y emigrar a un lugar completamente nuevo fue, sin lugar a dudas, uno de esos momentos en que la pérdida y el duelo estuvieron presentes. Llegué a Canadá hace varios años con mi marido y mi hijo. Cambiar de país fue una decisión reflexionada, con oportunidades y perspectivas profesionales muy definidas. Además de una mejora en la calidad de vida de toda la familia, en especial para mi hijo quien crecería en un ambiente seguro y lleno de actividades al aire libre. A pesar de tantas certezas y de contar en nuestro haber con previas experiencias de inmigración, dejar atrás el país que se había vuelto nuestra casa, donde nos iniciamos en la paternidad, decir adiós a esa vida que allí habíamos construido, rodeados de amigos que con el paso del tiempo se habían convertido en familia, fue un proceso de dolor, de tristeza y de soledad. Emigrar es vivir en soledad.Mi experiencia de inmigración a Canadá no fue mi primera vez. De hecho, dejé mi país de origen muchos años atrás. El dolor que sentí al decir adiós a mi familia, a mis amigos, a mi mundo, el único que había conocido desde la niñez, se quedó muy grabado en mi ser. En los primeros meses lloré con amargura; en ocasiones me arrepentí de haber partido y hasta me enojé conmigo misma. Me moría de miedo al pensar que había tomado la decisión equivocada. Muchas veces estuve cerca de abandonar todo y regresar a mi país. No obstante, pasada la tristeza inicial, empecé a disfrutar y apreciar las oportunidades que el país que me acogía podía ofrecerme. Un día me enamoré y me casé y creo que después de algunos años, incluso, olvidé el sufrimiento de esa primera migración, pues fui yo quien tomó el rol de la mayor animadora para mudarnos a un nuevo país.Aunque en esa segunda ocasión emigré acompañada y con mejores condiciones económicas que mi primera vez (cuando había salido de mi país con los pesos contados), no dejó de ser difícil. Una vez más tuve que decir adiós y dejar atrás esa vida que había construido. De nuevo caminé sola por calles desconocidas, escuchando un idioma con el que si bien estaba familiarizada, pues desde siempre se me había “enseñado” en la escuela, en realidad, no lo hablaba. Era un nuevo comienzo todos los días.Nuestra llegada a Canadá no fue diferente. Mi corazón latía de entusiasmo por la nueva experiencia, pero no podía evitar sentir tristeza por todo lo que había quedado atrás. Llegamos a Toronto un día a principios de marzo. Durante nuestro camino hacia el departamento donde viviríamos de manera temporal, recuerdo haber mirado las avenidas y los edificios intentando encontrar algo familiar, algo que me hiciera conectar con la ciudad, mas todo era tan distinto a lo que conocía. En los primeros meses mis días fueron largos, fríos, solitarios y añorando a mis amigos y todo lo que sucedía a miles de kilómetros. Quizás una de las pocas ventajas que tuvimos, al no ser nuestra primera vez como inmigrantes, era que teníamos una idea un tanto menos borrosa de los procesos administrativos que serían necesarios para instalarse en un nuevo país. Pero aún así, hubo muchos tropezones que nos dieron dolores de cabeza y momentos de angustia.Decir adiós a un lugar que me acogió representa siempre un sufrimiento, aún cuando ese cambio se realice después de una decisión reflexionada y que forme parte de un plan inicial. Después de varias mudanzas, he aprendido que no importa cuantas veces se emigre, que no importan las excelentes oportunidades que nos esperen al otro lado, siempre habrá que renunciar a mucho y esa renuncia habrá que vivirla plenamente con sus pros y sus contras, pues aún en pleno duelo se tiene que volver a empezar.
Tania Farias
Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto