La vida moderna, la de las grandes ciudades, la del tráfico y ruido enloquecedor, donde se vive tan a la carrera, nos obliga a estar pendiente tanto de lo que vivimos hoy como de lo que va a suceder mañana. Ya no tenemos tiempo ni de estar cansados. Tenemos que estar al pendiente si al día siguiente lloverá, si va a hacer frío, si se va a estrenar la película que estamos esperando, si tenemos que reponer compras, si el niño tiene que asistir a un evento escolar, si el jefe puede pedir este o aquél informe. La vida se nos va escurriendo entre los minutos futuros más que en los presentes. Por eso muchas personas creen que la vida en poblados pequeños se vive con más calma, que las personas llevan una rutina más pausada, que se toman el tiempo para desayunar, almorzar y cenar sentados a la mesa, no parados en un puesto de comida rápida donde solo tienen media hora entre una jornada de trabajo matutina y la vespertina.
Debemos aprender a vivir el día, como decían mis abuelos: “si de noche lloras por el sol, ¿cómo vas a disfrutar de las estrellas?” Es lo mismo que hacemos al preocuparnos en demasía por el mañana, tanto que olvidamos vivir el presente. La idea no es que nos vamos a abandonar sin tomar precauciones, siempre debemos mantener la vista al frente y saber que tenemos un horizonte delante que no debe descuidarse, sin ser lo primordial. Debemos vivir el presente para tener un mejor futuro. Ese que nos permitirá estar tranquilos, sin restricciones, pero no por ello dejaremos de vivir el hoy. La vida es cuestión de balance. Todo tiene su lugar y su momento.
Los domingos por la tarde se hacen pesados ya que pensamos que el lunes hay que ir a trabajar, pero ¿qué pasa con esa tarde del domingo que se pierde en nuestro pesar del lunes? ¿Por qué no aprovecharla en salir a dar un paseo, a comer un helado, o simplemente a visitar un amigo?
Se nos van los días en cadena, uno tras otro sin dejarlos que nos marquen con una huella de placer, todo porque se nos nubla la vista ante lo que no sabemos qué sucederá. Por eso dicen que quienes saben vivir a plenitud, son los niños, que para ellos todo se convierte en un juego, corren, gritan, se ríen y disfrutan el momento a plenitud.
Sería lindo que los adultos conservaran parte de ese niño que dejamos atrás. Sin preocupaciones futuras, viviendo cada minuto como si el tiempo fuera a terminarse, y pues se terminará algún día, pero mientras tanto aprendamos a vivir, a comer con amigos, a reír hasta que nos duela el estómago, a ver una película y si hace falta llorar con ella, a ser auténticos y sobre todo, a sentir que cada minuto que pasa es un minuto vivido.
Glennys Katiusca Alchoufi
Integrante del Certificado de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Toronto