El primer ministro Mark Carney ha puesto sobre la mesa un proyecto de ley que podría redefinir el equilibrio entre desarrollo económico, protección ambiental y derechos democráticos en Canadá. Presentado como una respuesta urgente a una crisis económica y comercial, el Proyecto de Ley C-5 promete facilitar la construcción de grandes proyectos considerados “de interés nacional”. Sin embargo, detrás de ese discurso pragmático se esconde una peligrosa concesión de poder que merece una revisión profunda y una alerta ciudadana.
El proyecto combina dos leyes distintas: la Ley de Libre Comercio y Movilidad Laboral en Canadá, con amplio apoyo; y la Ley de Construcción de Canadá, que plantea serios cuestionamientos legales, éticos y ambientales. Es esta segunda parte la que ha encendido las alarmas entre pueblos indígenas, organizaciones ambientalistas y defensores de los derechos civiles. Y con razón.
De aprobarse, el gabinete podrá eludir 13 leyes y 7 regulaciones ambientales clave —como la Ley de Evaluación de Impacto o la Ley de Especies en Riesgo— durante un periodo de cinco años, para aprobar obras que el gobierno considere prioritarias. No está claro qué criterios objetivos determinarán ese “interés nacional”. De hecho, la ley permite que el ministro de Asuntos Intergubernamentales, Dominic LeBlanc, imponga condiciones a discreción, sin obligación legal de seguir recomendaciones técnicas ni de revelar sus decisiones al público. Esto abre la puerta a un centralismo opaco, vulnerable al lobby corporativo y ajeno a la rendición de cuentas.
La pregunta que debemos hacernos como sociedad es: ¿queremos vivir en un país donde los grandes proyectos se aprueban antes de evaluar su impacto ecológico, social o económico? La comparación es tan gráfica como absurda: sería como entregar una licencia de conducir antes del examen práctico. La participación pública se convierte en una simulación sin consecuencias reales; ningún reclamo ciudadano, por fundamentado que sea, podrá revertir una decisión ya tomada por el gabinete.
El argumento oficial es que se trata de una medida excepcional ante una “crisis provocada por nuestros vecinos del sur”. Pero acelerar el desarrollo no puede ser excusa para sacrificar los principios democráticos, la protección del medio ambiente o los derechos de los pueblos originarios. El remedio podría ser peor que la enfermedad: proyectos mal evaluados, impactos irreversibles y un precedente institucional que habilite a futuros gobiernos a gobernar sin contrapesos.
En tiempos de urgencia, es cuando más se necesita la serenidad democrática. El Proyecto de Ley C-5 no puede avanzar sin una revisión a fondo, sin debate público real, sin salvaguardas legales. El país necesita soluciones, sí, pero no a costa de la transparencia ni del futuro ambiental de Canadá.
El Parlamento debe detener este embate legislativo y someter el proyecto al escrutinio que merece. Porque construir a lo grande no significa arrasar con todo.










